Hay momentos de silencio en que oímos la voz de los pájaros como una luz que marca el territorio de la tentativa y la curación del mundo. Esos pájaros que se detienen delante de uno como si te conocieran y son capaces de llamarte tramposo o de llamarte ladrón.
Por ejemplo, ese cuervo, corvus corax, de mirar gracioso, inteligente, juguetón, de voz ronca y lustrosa, que, con sus saltitos y su vuelo rasante me adelanta o se retrasa. Dice que es hijo de la duda y de la conciencia y que viene de la ciudad Futuro, capital del país Ideología para caminar sin destino junto a cualquiera. Dice que será devorado por imbéciles, almas pusilánimes y libertinos de hoy.
Es un cuervo cuerdo en un paisaje que nos contiene. Siempre hay un paisaje. Acaso una ciudad de segunda o de tercera, una ciudad en la llanura, con montañas al fondo y un cielo que es equilibrio de azules y de viento. Un lugar intermedio de gestos intermedios y corrección sentimental en un tiempo que desaparece en lo propagandístico y en la historia decorativa. Hay una industria del eco en este paisaje con toda esa información y reafirmación que tan poco sirve para el buen vivir y el buen morir. Hay una jerarquía de luces, una cartografía de síntomas y de sombras. Hay mitos, claro está, y cultura juvenil y la nostalgia –para qué llamarlo melancolía— donde nace el presente, donde el omnívoro cuervo busca momentos de silencio para hacerse oír:
“La bondad humana depende de los niveles de tiroxina y triyodotironina en tu cuerpo –qué sabio, este cuervo–; el metabolismo también tiene su función ética; y, cuidado con la adicción al flow, esa dopamina que genera el protestantismo electrónico”.
Me tienes loco, corvus corax de plumaje tan similar que no es posible diferenciarte. Eres lo mejor de este paisaje, porque buscas el oro del bien como si fueras un alquimista o un poeta.
Hay momentos de silencio. Hay un cuervo cuerdo en este paisaje que me contiene. También hay águilas y gorriones pero, de momento, están callados.
©David Mayor, 2020